Arte Popular: Akulnarte

Por Carlos Fernández

Hoy, Akulnarte es mucho más que una escuela de artes. Es un lugar donde los niños, niñas y jóvenes descubren que pueden ser mucho más de lo que alguna vez imaginaron. Gracias a talleres que abordan temas como la prevención de drogas y el cuidado del medioambiente, Akulnarte ha logrado ir más allá del arte y convertirse en un pilar de la comunidad. Cada niño que pasa por Akulnarte no solo aprende a pintar o esculpir; aprende a cuidar su entorno, a respetar a los demás y a creer en sí mismo. Es una escuela que fomenta el crecimiento personal y el desarrollo colectivo, y que sigue transformando vidas, tal como lo hizo en 2001, pero con una visión mucho más amplia y ambiciosa. Así, en cada rincón de Lo Prado, el eco de Akulnarte se escucha fuerte y claro: un lugar donde el arte, la cultura y la comunidad se unen para construir un futuro mejor.

Todo empezó en el año 2001, en Lo Prado. No había salones amplios ni galerías iluminadas, solo las esquinas polvorientas y el bullicio de un barrio que, como muchos otros, parecía destinado a olvidar sus sueños. Pero algo pasó, una chispa, pequeña pero intensa, prendió en las mentes de un grupo de jóvenes que alguna vez fueron niños. Esos niños, que un día asistieron a colonias en el lujoso colegio San George, volvieron con las manos llenas de historias y la idea de que todo podía ser distinto. Fue ahí, en esas calles, donde el arte comenzó a germinar.

Las historias suelen tener personajes que no son protagonistas, pero que sin ellos todo sería distinto. La abuela de Valentina, por ejemplo. Ella, de manera silenciosa, fue un pilar. Caminaba de casa en casa, inscribiendo a los niños para que fueran a esas colonias. “La abuela del barrio”, la llamaban. Con su andar tranquilo, iba dejando un rastro de oportunidades, de puertas que se abrían para los más chicos. Y cuando esos niños crecieron, la historia tomó un giro inesperado.

Aquellos jóvenes de Lo Prado se dieron cuenta de algo: ¿por qué viajar tan lejos, a un colegio que no era suyo, cuando podían hacer lo mismo aquí, entre sus calles? El barrio no necesitaba espejos de lujos ajenos, sino algo propio. El formato de las colonias se trajo a la iglesia, pero no tardó en mutar, en transformarse. Lo que antes era una actividad fuertemente ligada a las oraciones y a las costumbres de la fe, poco a poco fue soltando sus cadenas. La comunidad ya no quería solo hablar de Dios. Quería algo más, algo que tuviera que ver con ellos, con sus vidas, con sus manos.

El arte se cuela por las grietas.

Y entonces llegó el arte. Primero tímido, en forma de talleres, como quien no quiere la cosa. Pero fue creciendo, tomando fuerza. Los pinceles, la arcilla, todo comenzó a tener otro sentido. El arte ya no era solo una actividad; era la voz que antes no se escuchaba. Damaris, Valentina y otros jóvenes comenzaron a entender que la transformación no venía de rezar, sino de crear. “Era como si el arte nos hablara”, recuerda Damaris. “Nos dimos cuenta de que había más que enseñar a los niños que repetir las mismas oraciones”.

Y así, lentamente, como quien se sacude un abrigo viejo, Akulnarte se fue desligando de la iglesia. Lo que empezó como un proyecto comunitario religioso se convirtió en un espacio de creatividad pura. Los niños que antes aprendían sobre la familia y la fe, ahora pintaban murales sobre el medioambiente, sobre la prevención de drogas. Ya no se hablaba solo de Dios, sino del planeta, de la tierra que pisaban todos los días.

Los niños que empezaron en las colonias crecieron, y con ellos creció también Akulnarte. Los de 4 a 12 años ahora eran los más pequeños, pero ya sabían que había un camino por delante. A los 12 pasaban al equipo de servicio, y a los 15 ya eran voluntarios, aprendiendo, enseñando, siempre avanzando. Los jóvenes se convirtieron en animadores, luego en coordinadores. El ciclo se repetía, pero siempre con algo nuevo que aprender, algo nuevo que dar.

Akulnarte no solo ofrecía un espacio para crear. Cada niño, cada adolescente que pasaba por sus talleres, descubría algo más. Psicólogos, psicopedagogos, gestores culturales. No era solo un espacio de manualidades, sino de transformación profunda. “Nos dimos cuenta de que podíamos potenciar a cada uno”, dice Valentina. “Buscar sus habilidades, planificar talleres que no solo enseñaran, sino que ayudaran a la comunidad a encontrar su rumbo”.

Hoy, Akulnarte sigue latiendo fuerte en Lo Prado. Ya no es solo una escuela de artes, es una pulsación constante, un eco que resuena en cada calle. El arte, que una vez se coló tímido por las grietas de una iglesia, ahora fluye libre, transformando, construyendo. No hay muros que lo detengan. Lo que comenzó con la abuela inscribiendo a los niños, hoy es una red de jóvenes y adultos que se enseñan, se ayudan y se potencian. Akulnarte es el barrio. Akulnarte es el arte que nunca deja de crecer.